Todo el día y cada noche, las flores permanecen felices. Siempre alegres, no les importa que las queme el sol, ni que las ahogue la lluvia, ni que las tinieblas las
cieguen.
Cada día cruzo el maldito jardín y escucho sus burlonas risas, todo lleno de color, tan lleno de vida.
¿Por qué las flores no lloran? ¿Por qué las nubes no se desasen? Es tan incómodo.
Atravieso rápido el floral para adentrarme en mi vacía habitación, sin luz, sin olor, sin dolor.
Siempre observo desde mi ventana el colorido y la alegría. Al caer la lluvia, los truenos me exaltan, pero ellas no parecen inmutarse, solo el viento a veces suele desmembrar en pétalos a esas burlonas egoístas.
Como me gustaría que las flores sangraran, o que lloraran tan siquiera.
Un día tuve una idea robada del viento, tomé todas las flores abiertas y hermosas del jardín, las llevé al interior de mi habitación, y las despedacé con mis manos; reía como demente mientras estrujaba esos colores entre mis dedos. Pronto toda la casa quedó repleta de esos felices cadáveres mutilados. Al fin ya no las escuchaba reír, al fin había silencio.
Cada día, todas las mañanas, miraba por mi ventana ansioso de que otra flor naciera, deseaba de manera obsesiva seguir estrujando flores.
Mi tranquilidad era más y más completa conforme más cadáveres coloridos
descansaban en mi piso. Su color opacándose por la falta de vida, su silencio, era gratificante.
Cada día y cada noche me sentía mejor, no me importaba la alfombra desecha de pétalos muertos que cubría cada rincón de mi habitación; casi puedo decir que era feliz, sin embargo ya había muchas flores muertas a mí alrededor. No podía dejarlas crecer en el jardín pero tampoco era coherente seguir bañándome en ellas.
Irónico fue que terminé llenando el suelo del propio jardín con sus propios frutos, pronto ese jardín copió la esencia de mi tranquila habitación, pero era distinto. Poco tiempo después, no sé si fue mi idea o realmente las flores nacientes empezaron a brotar en mayor cantidad, apareciendo sin descanso.
De día, de noche, siempre salían flores del maldito jardín, era tan cansado
matarlas a todas, se me entumían las manos de tanto estrujar, y se me manchaban con el sucio color de sus cuerpos. Pero aún así no podía dejarlas reír de nuevo.
Recuerdo la vez que, agotado de tanto despedazar flores, regresé a mi tranquila habitación, mi acogedor y alegre hogar. Los pétalos muertos ya eran casi polvo, y en verdad había mucho polvo, entonces, flotando como mariposa, una roja flor ingresó libremente por la ventana, y cayó en el abrumador polvo, en la muestra arruinada que solían ser sus hermanas.
Una más que matar me dije, pero casi de inmediato me di cuenta de que ese pequeño retoño manchaba la superficie repleta de polvo, era como si estuviera llorando, como si estuviera sangrando.
Ese fue el momento, no sé si resultó ser coincidencia o fue una revelación. Quizás al pasar tanto tiempo entre ellas, la persona que más odiaba las flores, se convirtió en el ser que más las conocía; sin quererlo vivió siempre entre ellas, y al final, terminó comprendiéndolas.
Las flores no sangraban, porque las flores son la sangre viva de la tierra, son los estigmas evidentes de un llanto constante. Cada raíz de cada planta es una vena abierta y bombeante.
Porque la tierra necesita sangrar para soportar el dolor que le causa la existencia humana, porque la sangre es la muestra de la vida y la existencia.
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